
La semana pasada tuve que trabajar como “experta de cultura” en la colección de arte de un magnate americano.
Quince años manteniendo conversaciones sobre los mismos objetos expuesto en tres habitaciones históricas dan para mucho, especialmente para reconocer las diferencias entre: a) los magnates respetuosos-agradables que cenan menús excepcionales y b) los directivos amargados-irónicos que sueñan con mantener conversaciones con un magnate.
Los primeros, como no tienen que aparentar, se sienten cómodos y mantienen diálogos amenos. Los segundos, como tienen la necesidad de aparentar lo que ellos saben que carecen, intentan hacer uso de frases con las que marcar un distintivo de poder (o etiqueta) entre ellos y yo.
La semana pasada, decía, trabajaba para un grupo de directivos que hablaban en voz alta, gesticulaban y movían las manos. Los canapés no eran de los que se distribuyen en las mejores ocasiones, pero quizá ellos no lo sabían.
Yo estaba de pie, a la derecha de una camarera que —con la misma expresión de la pintura de Manet— servía copas con pantalones negros y guantes blancos detrás de una improvisada barra que bloqueaba un tapiz flamenco del siglo XVII .
Un hombre la acosaba con preguntas machistas y bromas de quinceañero. Ella mantenía el tipo. Yo escuchaba sin intervernir, consciente de que la muchacha sabía lo que tenía encima.
El hombre, martini en mano y con sonrisa de medio lado, se dirigió a mí. Antes de que pudiera decir nada, le anuncié : “Bienvenido. Si tuviera preguntas sobre la colección o el edificio, aquí estoy. Soy una de las educadoras que trabajará hoy en este evento”.
Con la mirada fija en mis gafas tardó un par de segundos en contestar, como quien se relame antes de desenvolver un caramelo. Y me dijo con la misma sorna con la que le había hablado a mi compañera:
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que vas a contarme? ¿Es que hay que estudiar para hablar del banquero que creó esta colección? ¿No me digas que tienes un Master sobre eso?
Su comentario encajaba, como una pieza de Tetris, en la predictibilidad de las frases que constituyen el manual de comportamiento tóxico-abusivo.
Como si fuera una mamá hablándole a un mocosillo que quiere provocar, le dije con voz calma:
—Bueno… en realidad no existe el Master que cubra la vida de este señor porque los Masters son unos estudios que cubren aspectos concretos de un campo específico, pero no biografías.
Aquella respuesta debió de pillarle por sorpresa porque se quedó callado con la sonrisa del caramelo sin desenvolver congelada. Seguí con tono aburrido:
—Y, contestando brevemente a su segunda pregunta, en relación a mis estudios, en realidad no es necesario contestarla porque las personas empleadas en esta institución son de lo mejorcito del mundo, pero bueno, ahí va: tengo tres masters, de varios países, en diferentes idiomas, he estudiado en tres continentes… Mi currículum es tan largo que si le enumerara cada uno de los títulos que tengo usted se dormiría. Créame, es mucho más interesante echarle un vistazo al arte de esta sala. Le propongo algo: llevo quince años respondiendo preguntas sobre este lugar. Le animo a que se esfuerce y me haga una pregunta de la que no sepa la respuesta.
Y me di la media vuelta.
Me comuniqué con mi jefa del departamento de Special Events y le dije que teníamos entre la multitud a uno de esos tipos que quiere llamar la atención del modo equivocado; que probablemente iba a embestir de nuevo; y que yo no iba a permitir que me hablara con condescendencia.
Mi jefa me dijo que hiciera lo necesario y que, por si acaso, avisaría a los guardias de seguridad. Le dije que no haría falta, que le agradecía el apoyo, y que quería avisarla para informarla sobre lo que estaba sucediendo, también por si acaso.
A los diez minutos ví un traje oscuro que se movía un poquito más rápido que los otros, en zig-zag, y que venía derechito hacia a mí. Era él. Se paró en seco y me dijo con cara divertida: “Tengo una pregunta”.
Se acercó a una de las vitrinas de cristal. En la esquina había una notita color crema con letra oscura mecanografiada que decía: “En agradecimiento a Mr. Fulanito de Tal”.
—¿Ves esa nota? -me dijo-.
—Sí -contesté-.
— Pues dime, ¿quién es Mr. Fulanito de Tal?
Y tranquila, como si el mocosillo tuviera ya los mocos por el suelo, le contesté con la misma sonrisa maternal pero, esta vez, con voz firme como si le estuviera reprimiendo con el dedo:
— Pues mire… Mr. Fulanito de Tal es un hombre con un gran ego que cree tener mucho dinero y, probablemente, quiere llamar la atención.
Aquella respuesta debió de pillarle también por sorpresa porque volvió a quedarse callado. Seguí:
—Mr. Fulanito de Tal ha dado mucho dinero a esta colección y a cambio le han escrito esta nota. Es importante cuidar de la cultura, hay que darle las gracias…
—¿Y cómo sabes tú eso? -me interrumpió-.
—Porque en los veinte años que llevo paseándome por los museos este es el formato de las notas donde se incluyen los nombres de los patrons. Es common knowledge. ¿Pero, sabe usted por qué ponen en realidad estas notas?
Volvió a quedarse callado. Añadí:
—Para que personas como usted hagan preguntas como esta. ¿Lo ve? Ha funcionado. Mr. Fulanito de Tal estaría muy orgulloso de sí mismo en este instante. Venga, inténtelo otra vez.
Me di la media vuelta y me marché.
Al ratito se acercó mi jefa y me preguntó que dónde estaba el caballero. Le vimos sentado en un banco de mármol (con teléfono en mano), de donde no se levantó el resto de la noche.
Aquella patada verbal me inspiró a definir los límites de lo que era un comportamiento abusivo que no tenía por qué aguantar. Debo agradecerles a Mr. Fulanito de Tal y a las malas intenciones de un hombre mediocre, la inspiración necesaria para escribir otra entrada en este blog.
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