
Desde que el hombre pintara sus capillas en el interior de cuevas, muchos artistas han tenido su primer contacto con el arte debajo de cúpulas, púlpitos y columnas.
Las iglesias españolas son ostras llenas de perlas. Fue en una iglesia, de pequeña, donde reconocí la sensación de bienestar que genera lanzar en voz alta y al unísono frases memorizadas con la garantía de que si te equivocas nadie se da cuenta. Al crecer entendí que era justo esa pérdida al miedo lo que hacía que no nos equivoca’ramos. (A veces se tropieza cuando se duda). También entendí que los niveles de oxitocina que se producen al repetir plegarias aprendidas durante la infancia son más elevados en aquellos que emigran a un país lejano.
Cuando me mudé a Nueva York atendí un par de liturgias en inglés en busca de recuerdos, pero orar en otro idioma no era lo mismo.
En época de Bush me asustó escuchar hablar de política dentro de un templo cuando lo que yo buscaba era paz interior.
Verdades hay tantas como granitos de arena en la orilla del mar—y la mayoría de las veces tan contradictorias como la individualidad de cada grano—pero qué gustito da llamar en singular al remolino de arena: “la playa” en lugar de enumerarlos. Por mucho que se predique no hay más verdad que aquello que nos eriza la piel.
Después de aquel incidente acudí un par de veces más a la iglesia por curiosidad. Escuchar las interpretaciones de las escrituras se convirtió en investigación antropológica. Tengo que admitir que más de una vez me aguanté las ganas de levantar la mano en mitad de la ceremonia y, como los templos no deben subir la tensión arterial, decidí continuar con mi estudio de la humanidad observando el comportamiento de los viandantes en los vagones de metro.
Ahora peregrino por iglesias del mundo entero que aun huelen a vela; enciendo una llamita si puedo; susurro en español un “gracias a la vida”; y me pregunto si Dios es un espíritu libre que observa nuestro comportamiento con la misma curiosidad. Aunque… cuando el pasado, presente y futuro se funden y ya no hay misterio que se desconoce, quizá desaparezca el sentido de la curiosidad. De todos modos, estoy convencida de que hay un tanto por cierto del comportamiento humano que es absolutamente impredecible. (Quizá sea esa la razón del libre albedrío: el margen que Dios se permite para mantener viva su capacidad de asombro.)
La semana pasada, con este blog en mente que busca inspiración, pensé que los templos eran lugares que se pisan con la intención de llenar el depósito emocional. Así que el domingo pasado, a las doce en punto, entré en una iglesia arrastrando los pies (para no hacer ruido) dispuesta a escuchar y a observar.
Nada más llegar me fijé en la postura de la mujer que estaba sentada en el banco de delante enfundada en un abrigo de cuadros. Tenía la cabeza gacha y las manos juntas. Parecía rezar. Sujetaba un pañuelo blanco de papel entre los dedos y con devota concentración lo observaba mientras lo abría y lo cerraba: ahora deprisa, ahora despacio. Quizá fuera esa predisposición en busca de inspiración lo que hizo que me quedara con la mirada fija en el pañuelo blanco. Entonces lo vi. En el centro del pañuelo había un moco.
Desvié la vista e hice un esfuerzo por no reírme ante lo inesperado de la escena. Fui en busca de inspiración a un templo y me topé con un moco. Quizá observar nuestras mucosidades con detenimiento y en silencio nos permita desvelar profundidades personales que hasta entonces desconocíamos.
Llegué a la conclusión de que quizá la inspiración no proviene del dónde ni del cuándo sino del cómo se mira: ya sea al cielo, a un cristal o a un moco. Inspirarse es una opción. Tan solo hay que perder el miedo a quedarnos flotando como la burbuja que rebota de bañera en bañera sin llegar nunca a explotar.
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