
A veces la inspiración no es más que la capacidad de reconocer una sincronicidad. Aun así, hay que tener los ojos bien abiertos para que esto ocurra porque tanto los pensamientos negativos como los positivos vienen del mismo jarro: de ese recipiente que es nuestra mente calenturienta o fría como un lago a medio congelar.
No se escribe para otros sino para uno mismo, pero por qué. Quizá por lo mismo que se aplaude en grupo y no en una habitación a solas.
Me he retado a mí misma a encontrar inspiración en las cosas pequeñas que me rodean, en busca de un orden (o de una lógica) que me indique que—en esta época de fin de mundo en la que vivimos–es importante buscar el sentido y luchar por lo que amamos, aunque lo que amemos sea una nube en cambio constante: ahora nimbos, ahora cirros, ahora neblina, ahora llovizna.
No podemos permitirnos el lujo de desfallecer, me contaba un amigo poeta cuando me rondaba la idea de no querer atravesar ya más desiertos descalza porque la arena quema.
Hoy he encontrado inspiración en los aplausos de los padres durante la función de Navidad del colegio de mi hija. Aplaudían como si en cada palmada sacudieran un arrepentimiento. Disfrutaban del instante y he querido grabar el sonido en mi mente para que fuera música de fondo de este blog; porque los aplausos de colegio impulsan el potencial de los niños que creen que pueden llegar a ser todo lo que quieren ser.
Que nadie ni nada nos quite jamás eso: el deseo de querer y el deseo de querer ser nosotros mismos con todo nuestro potencial, arriba o debajo de un escenario.
Fluyamos entonces.